miércoles, 21 de abril de 2010

Paul habla poco de su arte, muy poco de su vida privada, y nada de sus sentimientos; Familiares y amigos se quejan más de su hermetismo que de sus legendarios arrebatos de irascibilidad; los estudiosos se aturden y fabulan porque ignoran sus procesos interiores, sus crisis, sus pasiones y sus miedos, ese cúmulo de desencadenantes endógenos o circunstanciales que le van convirtiendo en Paul Cezanne, pintor provenzal, el que fue alegre poeta en su juventud, el viejo ermitaño de Aix al que perseguían los niños.
Y sin embargo Cezanne sí se expresa. Como antes hizo Rembrandt, habla insistentemente de sí mismo y su evolución personal, en el único lenguaje que domina: la pintura. El primer autorretrato de Cezanne data de 1862 y el último de 1900. A lo largo de su vida, necesitó pintarse sesenta y dos veces, de las que veintiseis fueron al oleo, casi todas de medio cuerpo y mirando de soslayo - porque así se veía al mirarse en el espejo que situaba a la izquierda del caballete -; 26 dibujos a lapiz sobre papel - casi todos en plano corto frontal pues colocaba un espejo pequeño frente a él, elevado sobre una pila de libros en la mesa donde dibujaba- ; y diez reveladores autorretratos sobre lienzo en los que aparece como actor o figurante distinguido, en bizarras escenas narrativas.
Cezanne se pinta cómo se ve y como se siente, pinta también al artista que desea percíba el mundo y una posteridad en la que cree. Son obras cargadas de información y metainformación que recorren un itinerario honesto desde el yo hacia el otro. El estudio despacioso de los autoretratos de Cezanne es excitante, proporciona nuevas claves para comprender al artista o plantea nuevas preguntas sobre él.

Este jugoso campo informativo se complementa muy a gusto con los 24 retratos que el artista hace de su mujer, Hortense Fiquet. En los retratos de Hortense, el sobreutilizado término inquietante no puede ser más oportuno. Las obras nos muestran rasgos muy distintos de una misma persona que, más allá de una barbilla prominente, apenas parece tener unas coordenadas físicas objetivas. Aunque con excepciones esperanzadoras que permiten imaginar algún oasis de felicidad conyugal, La Hortense de Cezanne se muestra como un caparazón vacío que esconde quizás un poderoso, turbio secreto. Rara vez su imagen recibe la ternura del pintor, nada delata en ella la proximidad de un ser querido. El tedio, la vacuidad y la desgracia suelen apagar sus facciones y dominan su lenguaje corporal, las manos de muñecas anchas aparecen desdibujadas, desocupadas e innanes, sus ojos fijos. Los vestidos a la moda ocultan demasiado tenazmente un cuerpo en el que Cezanne sabe que reside su fuerza y su peligro, nunca le sientan bien, parecen armaduras protectoras pero, ¿a quien protegen?.
Cezanne comienza a retratar a Hortense en 1872, cuando nace su hijo, y continua haciéndolo hasta 1893, año en el que sin que nos explique sus por qués, ella deja de ser motivo pictórico. Tiendo a pensar que en 1893, Cezanne se curó, se liberó de un algo que intentaba exorcizar con la pintura desde hacía más de veinte años.

Cezanne con bombín. Boceto. 1886. Oleo sobre lienzo. 44'5 x 35'5 cm. Carlsberg Glyptotek. Copenhagen.

Madame Cezanne con vestido rojo. 1888. Oleo sobre lienzo. 35'5 cm x 44'5. Metropolitan Museum of Art. New York.