viernes, 7 de mayo de 2010

Vivo estos días en Lordship place. Desde mi ventana veo el ajetreo de Cheyne Walk y la tranquilidad del río. El agua gris se proyecta en la atmósfera gris que tiñe de gris las copas de los árboles y en algún punto incierto se transforma en un cielo gris, tan compacto que no deja espacio para las nubes. Los ribazos del Támesis a su paso por Chelsea son blandos y oscuros, enfangados de polución y literatura.
Desde el centro rosa y verde del Albert Bridge, veo a la izquierda el puente de Chelsea, pintado por Pisarro; más allá, sigue el río hacia Westminster donde lo pinta Monet en un día de mercado, cuando la niebla casi ocultaba el puente de Waterloo. Los puentes de hoy no son los de entonces, la ingeniería es otra, pero el río, diga lo que diga Heráclito, sigue siendo el mismo, como la luz de esta tarde no es distinta de aquella que en la primavera de 1871 veía Pisarro, sentado frente a su caballete en el cruce de Cheyne Walk con Oakley St, o quizás más allá, en la esquina de Royal Hospital con el Chelsea Physic Garden .
Y pienso en Cezanne que nunca estuvo aquí y en todos esos jovenes que huían de la perplejidad y de la guerra. El siglo XIX fue complicado en Francia: Napoleón y la restauración, la monarquía de Luis Felipe, el Segundo Imperio, la tercera república, la comuna de París. Europa estallaba en conflictos, Crimea, Austria, la guerra con los prusianos, la independencia americana,las complicada política colonial, la industrialización de Francia, los inventos. Todo debía ser confuso para aquellos chicos que sólo querían ser artistas contemporáneos y crear obras más modernas que el vertiginoso mundo real, más audaces que las locomotoras a vapor.
En 1870, mientras Cezanne se refugiaba en L'Estaque, Monet, el viejo Daubigny y Pisarro se instalaron en Londres para huir de la misma guerra. Al contacto con el clima británico, dejaron que de modo natural se fuera oscureciendo su paleta y que al difuminarse los objetos, cobrara protagonismo ese aíre humedo que enturbiaba la visión y creaba más impresiones que certezas. Sin la guerra francoprusiana y sin el corto exilio, sin Turner y el mal tiempo de Londres, el impresionismo francés habría sido otro.
Cezanne no conoció las brumas británicas ni tampoco esa luz mortecina de los Paises Bajos que aporta un sol eléctrico a la obra de Van Gogh. Los grises de Cezanne son los del espíritu, sus colores contienen una luz propia, constante y profunda porque proceden de un canon provenzal interiorizado, como sus ocres y sus tierras.
La obra de Cezanne no es circunstancial pero llega a existir gracias a las personales circunstancias del artista. Los viajes interiores de Cezanne son tan fundamentales en su obra como la ausencia de viajes geográficos.
Pero Cezanne no siempre fue en soledad, el artista también habría sido otro si no hubiera recibido - Auvers, 1873 - el eco poderoso de las impresiones de viaje de sus amigos.


Claude Monet. "El Tamesis más abajo de Westminster". 1871. Tate Gallery
Camille Pissarro. "El viejo puente de Chelsea". 1871. Smith Museum.