jueves, 29 de abril de 2010

Ayer, mientras mordisqueábamos tostaditas con humus en un restaurante de la calle Moratín, mi amiga Mercedes me espetó: ¿y por qué te ha dado por Cezanne y no por cualquier otro?.
Estoy programada para la replica instantanea, no se manejar los silencios en sociedad, ni siquiera las pausas, así que respondí a todo meter una simpleza sobre Goya y Roger Fry, puse punto y aparte, y continué con viveza la conversación por otros derroteros.
Pero la pregunta, o más bien su respuesta honesta, ha pasado conmigo la tarde y me ha desvelado hasta las tantas.
Creo que todo empezó con Susana Mendez.
Susana fue mi compañera de pupitre a los trece años. Era una niña trivial, torpona y marisabidilla. Me parecía la reina del mambo porque era popular, jugaba bien al brûler, tenía coleta bamboleante, y siete hermanos que le enseñaban chistes chuscos y juegos de salón. También sabía cantar "tengo una muñeca vestida de azul" al revés y leía a jose Luis Martín Vigil con denuedo. A mi Martín Vigil me parecía tan aburrido que no aguantaba más de dos páginas, por lo que le suponía mucho mejor y más sesudo que mi amado Kipling, por ejemplo, que era entretenidísimo. Susanita me parecía una intelectual.
Una mañana, en clase de historia, me susurró:
.- Dice mi hermano Enrique que en la vida no sirve para nada saber de todo. Hay que especializarse, yo me voy a dedicar a las mariposas, ¿Y tú?.
Como ya entonces yo tenía ese problema con los silencios y las pausas, le respondí al instante, por decir algo:
.- Yo, al Arte.
Susana me dirigió una mirada indulgente:
.- Demasiado amplio, no sirve, es como si yo dijera que me voy a dedicar a los insectos en general.
Me convenció.
Mi padre con buen criterio me había abierto una cuenta en la librería Aguilar así que el sabado por la mañana, animada por el deseo de llegar a ser alguien en la vida, fui a la librería de la calle Serrano en busca de mi destino. Había pensado que los impresionistas eran un campo suficientemente estrecho y pensaba hacerme con algunos volúmenes al respecto.
Pero no siempre salen las cosas como una quiere, el problema en aquella ocasión fue que el mes anterior había comprado dos novelas de Pearl S. Buck, La perla de Steinbeck, El tercer ojo de Lobsang Rampa y una edición completa de Sherlok Holmes, con lo que mi cuenta estaba temblando y solo podía especializarme en algo francamente pequeño.
Ramón, mi asesor habitual, sugirió que comprara uno de los cuidados libritos monográficos sobre artistas de la colección “Enchantement de la couleur” en Editions Aimeri - Somogy de París. Podía elegir entre Van Gogh, Degás, Picasso, Cézanne,Chagall, Cranach y Vermeer.
Descarté a Cranach y a Vermeer por antiguos, a Picasso por moderno, y a Degas por cursi, no estaba yo para bailarinas a los trece años. Quedaban Van Gogh y Cézanne. Me senté en el suelo de aquella familiar planta sotano, y empecé, sublime decisión, a hojear los dos libros, cada uno con treinta y seis reproducciones en color; el texto de Van Gogh era de Raymond Cogniat, el de Cezanne, de Rene Huyghe; como es natural yo no conocía a ninguno de los dos autores.
Abrí el libro de Van Gogh. Transmitía atrevimiento, color, alegría y locura, chorreaba pintura, las pinceladas giraban, su universo bullía en movimiento constante. Mi hermano Jose Miguel había copiado un cuadro de girasoles el verano pasado y lo tenía pinchado en su cuarto, yo ya sabía la historia de la oreja, que el artista escribía cartas a su hermano Theo, y que se había suicidado joven. La imagen de mi misma como Vangoghiana me resultaba interesante.
Despues abrí Cezanne y el mundo se quedó quieto y en orden, en un orden raro. La realidad aparecía desteñida por un lavado en azul frío, sus flores eran tan sólidas como el jarrón, las manzanas no eran redondas, ni ovaladas ni planas, entraban y salían de los objetos vecinos como les daba la gana. Cuando llegué a la figura veinticinco, Los jugadores de cartas, pensé que definitivamente ese artista no me gustaba nada.
Algo grave ocurría en aquel bar y yo no me pispaba, ¿Qué se jugaban los dos hombres que parecían estatuas de piedra?; no se veían vasos y la botella ocupaba su sitio como juez y testigo, pero ¿de qué?, ¿Por que nadie ponía una carta sobre el tapete?, ¿por qué pantalones, sillas, paredes y bigotes, compartían los mismos colores mortecinos y terrosos?. El pintor había convertido una escena banal en algo triste, o vacío, o desconocido, o demasiado trascendental.
Constaté con estupor que lo mismo ocurría en el resto de los cuadros del libro, sus bodegones, retratos o paisajes hablaban de otra realidad en un lenguaje cuyas claves yo desconocía.
No entendía su obra y ni siquiera me parecía bonita pero, sin saber bien por qué, elegí a Cézanne.
Al mes siguiente seleccionaron a Susanita para una exhibición de gimnasia en Almería, me dijo que lo de la especialización había sido una bobada de crías y que además en Madrid no había casi mariposas.
Yo no aguanté el tirón y me entregué a la adolescencia. Creí que dejaba a Cezanne pero él no me dejó a mí. Fui creciendo ocupada en el arte y en otras cosas, seguí en movimiento mientras él esperaba quieto. Después, me paré.
Una cosa trajo la otra y volvemos a estar juntos. Desde la quietud recien estrenada y con la excusa de hipotéticos vínculos entre Goya y Cezanne, recuperé hace dos años nuestra vieja relación. Caí de nuevo en sus brazos tras la lectura apasionada del Cezanne, un estudio de su evolución de Roger Fry, el ensayo de 1927, que es la casilla de salida ineludible para emprender con seriedad cualquier investigación cezanniana. El libro de Fry acaba con este párrafo:
" En este ensayo he procurado llevar hasta el extremo del que soy capaz el análisis de algunas de las obras más características de Cézanne. Pero siempre hay que tener en cuenta que dicho análisis se detiene ante la defiitiva realidad concreta de la obra de arte, y que tal vez, en proporción a la grandeza de la obra, ese análisis debe dejar intacta una mayor parte de esta. En el caso de Cezanne, la inadecuación es particularmente sensible, y en última instancia no podemos en modo alguno explicar por qué el más leve toque de sus manos despierta la impresión de ser una revelación de la mayor importancia o qué es lo que en realidad le otorga su grave autoridad".
El autor resume aquí lo que yo, sin saberlo, sentía en aquel sótano de Aguilar a los trece años, y contiene mi respuesta a la pregunta de Mercedes: ¿Por qué te ha dado por Cezanne y no por cualquier otro?.
El amante y estudioso de Cezanne vive un proceso paradójico de continuos estímulos y recurrentes frustraciones. A cada velo que se descorre le sigue otro y otro más pero ocurre que nadie tiene tantos velos como él, y se intuye que si llegáramos, nadie lo ha hecho, a descorrer el último, no encontraríamos detrás el vacío ni un muro ciego sino la eternidad, o algo azulado que se le parece bastante.

Les joueurs de cartes. Oleo sobre lienzo. 47 x 56 cm. 1890-94. Musée d'Orsay.