viernes, 14 de mayo de 2010

Pinceladas cortas, simples y untuosas, la pintura es tan fresca como la sombra que proyectan los castaños sobre la avenida en este mediodía de un día de calor, el follaje denso se pierde en la altura donde cantan los mirlos. En primer plano el sol que blanquea la tierra, enmarcada por el gris verdoso de las gramíneas entre las que asoman tímidas las primeras amapolas. Una línea blanca conduce hacia la casa grande que no se ve pero ha de ser cuadrada, de piedra clara revocada en gris como las persianas de sus ventanas alargadas. Se atisba una explanada luminosa, quizás haya un estanque y alguien que se sienta en el brocal hasta que cada día suena la campana que anuncia la hora de comer.
Armonía y secreto, memoria que se pierde entre los verdes, vida y literatura. Podría ser la entrada al Manderley de Daphne de Maurier, o el bosquecillo junto al Pavillón Colombe en Saint Brice sous Forêt, la casa de los alrededores de París en la que vivía entre viajes la escritora, decoradora y jardinera Edith Wharton; y en cuyo salón de muebles blancos, durante diez años, estuvo colgado este cuadro.
En sus libros, Edith, como su amigo y maestro Henry James, hablaba mucho de decoración y mucho de arte. Le gustaba Bellini y Piero de la Francesca, el renacimiento italiano, las columnas dóricas y Dante Gabriel Rossetti; detestaba los muebles victorianos, los flecos, los colores oscuros y la desvergúenza de los de Bloomsbury; escribía en la cama, era libre, rica, bisexual y autosuficiente pero estaba en contra de las feministas y, en principio, de casi todo lo que oliera a contemporáneo.
¿Por qué tendría Edith Wharton un Cezanne, este Cezanne, en su casa ?.
Los Castaños y el estanque del Jas de Bouffan. 37 x 44 cm. 1868 - 70. National Gallery ( prestamo de la Tate Gallery )